martes, 17 de abril de 2007

Me matan, Limón


“Como en las películas”, piensa el hombre, que quizá nunca vio entera una película (al menos de este género), pero conoce al detalle la frecuencia de escenas como esta que presencia: una calle desierta, un nudo de paja que la recorre a su ancho y se pierde de vista al cruzar, dando lugar a otro nudo que vuelve a cruzar, pero probablemente lo hace en un sentido inverso, es decir, si el primer nudo cruzó de izquierda a derecha, el segundo lo hace de derecha a izquierda, y casi seguramente en un plano retrasado a su antecesor, como si la imagen retrocediera con el paso de la cinta. La diferencia late en que, en este caso que observa el hombre, no se entrecruzan nudos de paja sino residuos varios: botellas de plástico, envoltorios de alimentos chatarra, latas y varias bolsas, o bolsas dentro de bolsas (como anudadas), y también, en este caso la calle por la que cruzan estos elementos no está compuesta por esa tierra amarillenta de los filmes, sino por esa ceniza amarronada por la humedad (que también es tierra, pero “los hombres deberían dejar de haraganear y darle por fin una definición con color y textura a la palabra tierra, y si para ello es necesario inventar nuevas palabras, ¡qué las inventen, comemierdas, que este paisa se las aprende!” piensa ahora aquel hombre). Él puede notar o no dichas leves pero atenuantes diferencias entre las escenas de calle de las películas y las que ve en las sucias carreteras de esta ciudad, pero lo que realmente lo llama a la comparación es la sensación que dan ambos paisajes, aún al ser mirados y no vistos, aún menos reparados: la sensación de estar parado en tierra de nadie.

En el caso de que notara estas discrepancias existentes, el hombre tendría una justificación para al menos refutar una de las disyuntivas: el cielo anuncia su nueva tormenta, y es natural que los colores primitivos (¿primitivos?) de la tierra cambien con “la sensación mojá’” del ambiente y, más aún, con las condiciones de limpieza existentes en los barrios que escalan los cerros.

Cruzando la calle, gambeteando los montículos de residuos y esquivando aquellos que lanza el viento, para luego avanzar hasta la esquina, abriendo el paso para no tropezar con el viejo mendigo ni con los niños de poxi, con sus ojos que persiguen el alma hasta que la misma dobla en la siguiente esquina, y tras surcar entre cuerpos dormidos, bebés en flacos brazos picados por el virus de la mugre y la melancolía, y vendedores resignados ante ladrones (futuros vendedores resignados ante ladrones que serán futuros vendedores resignados y etcéteras), el alma se encuentra con el muchacho ido, abstraído de esta calle con todos sus transeúntes, que alterna el movimiento que demanda acomodarse su gorra celeste con el que supone cargar su pistola, claro que el muchacho ido no presta atención a estos ya automáticos detalles ni a sus amigos que con una vestimenta casi calcada repiten, imitan o adivinan sus acciones: la gorra, la pistola. Excepto uno de ellos, a llamarlo el de ojos desconsolados, que a pesar de realizar los mismos movimientos sistemáticos (la gorra, la pistola), parece tener, en su mirada, un sentimiento de compasión por su destino y a la vez de preocupada impaciencia. Se dice en su mirada pero se quiere decir en realidad en su rostro: gira la cabeza, gacha, hacia un lado y hacia otro, sin abandonar sus compromisos (la gorra, la pistola) como buscando una solución a todo esto, (¿a la gorra? ¿a la pistola?), o quizá peor, como si teniendo la solución, sabe que ya es imposible, mientras frunce todos los músculos de su boca hacia abajo, y eleva las cejas, pero a la vez las frena: desesperado, desconsolado, pero sin miedo.

Si el alma deja de ver a este grupo de muchachos para girar hacia el frente opuesto, o sea, hacia la otra vereda, observará una iglesia colonial de estampilla: con sus cimientos
en armonía perfectamente cuadrada que se ensanchan en un triangulo alargado, el cual empieza a la altura de las ventanas redondas colocadas justo donde termina la semioval puerta de madera, abierta por ahora de par sin su otro par, ornamentada de hierro; las paredes son de un granito gris lo más lijado posible, y en el antes nombrado triángulo se sobreponen negras tejas que se juntan en la cruz que, por sobre todo, determina la simetría del edificio.

De pronto, el alma atina a ver como un grupo de hombres salen de aquella iglesia uno tras otro, abriendo ahora sí de par en par aquellas puertas de madera, pero apenas el primero de ellos se reencuentra con la calle, el muchacho ido de la vereda de enfrente grita unas palabras y de reojo el alma puede ver como todos los demás muchachos, hasta el de ojos desconsolados, besan su virgen colgante y apuntan sus pistolas en dirección a la iglesia.

Con cierta alevosía comienzan a disparar. Cierta, porque a pesar de que los primeros hombres que encabezan la fila saliente de la casa de Dios caen sangrantes sin conocer a sus ejecutores, quienes les siguen pueden elaborar algún tipo de defensa. Por alguna razón no deciden quedarse bajo el refugio del edificio y contraatacar desde allí, o el alma podría decir que no se atreven a quedarse, al ver la naturaleza de los movimientos con los cuales se repliegan por la calle mientras devuelven el fuego con sus pistolas: rápidos, tan rápidos como frenéticos, quizá intentando no darse un respiro para arrepentirse de lo que acaban de hacer, como quien mira para adelante para no pensar en lo que abandona.

Contra cualquier ley del sentido común que rige aún en ese universo transparente, el alma observa como acuden a este Coliseo improvisado los niños poxi, el viejo mendigo, como se levantan los cuerpos dormidos, como se acercan los vendedores resignados con sus ladrones y más tímidamente, refugiándose en las puertas abiertas de comercios y casas de vecinos insólitamente curiosos, los bebés con sus madres.

Ahora, a la luz del Sol que llega a atravesar los densos nubarrones, el alma repara con estupor en que los hombres que salían de la iglesia y ahora disparan no pueden ser llamados hombres en absoluto, pues en casi todo se identifican con sus ejecutados y ejecutores (las gorras, las pistolas, las vírgenes).

En ese preciso momento, el de la revelación, el de la terrible sensación de angustia que produce una matanza entre iguales, el muchacho de ojos desencantados cruza la calle, corriendo entre las ráfagas cruzadas y los residuos voladores, hacia la iglesia y justo cuando sus dos pies se juntan dentro del edificio, apenas atravesada la puerta de madera, se parte el cielo con un rayo, cesan los vientos y un ensordecedor trueno abominable se mezcla con las primeras pero potentes gotas, factor tras el cual el alma dirige la mirada hacia la otra punta de la calle, por encima del cuerpo del primer muchacho ido que yace en el suelo con los ojos entornados hacia Dios, hacia su madre y hacia la virgen, la misma que sostiene en forma de colgante con su mano (la gorra y la pistola caídas), el alma mira y ve como el auto policial llega, imprevisible, y de él bajan cuatro agentes que reparten muerte indiscriminada (aunque la muerte sea lo más indiscriminado por definición, si tiene definición): muerte a los muchachos de la iglesia, muerte al bando opuesto, muerte a los niños poxi, al viejo mendigo, muerte a los vendedores y a sus

ladrones (que nunca serán vendedores, y le quitarán ese lujo a sus futuros ladrones), muerte a todos ellos, que huyen desesperados hacia la iglesia, hacia la esquina, hacia la nada. Se quedan los bebés con sus madres, en los refugios donde parecen a salvo, pero la muerte también llega a los residuos que vuelan, y a los que están en el suelo, y a las gotas de lluvia, y a las lágrimas del alma, y, también llega, al hombre de las películas, que viniendo desde la otra calle a paso atolondrado, bajo la lluvia gris y torrencial, cae ensangrentado en unos brazos flacos picados por el virus de la mugre y la melancolía, brazos que habían tenido tiempo de apartar a un bebé que llora desesperadamente en el suelo, adyacente, mientras ve el último destello en los ojos de su padre, quien empuña en sus manos por vez final una virgen de colgante, que es la misma que está aferrando con su vida (pero esto el alma no lo ve) dentro de la iglesia y frente a la imagen divina, el muchacho (¿u hombre?) de ojos desconsolados, y ambos a la vez rezan:

-Si estás vivo, donde quiera que lo estés, patrón, yo estoy a tus órdenes.

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